En la época de la polémica política sobre el trazado de la autovía de Leizarán, de la que finalmente salió triunfante ETA-Batasuna y perdedora la democracia en Euskadi, recuerdo en EITB un debate particularmente relevante, en el que participaron los tres jóvenes líderes de los partidos mayoritarios de la comunidad autónoma: Joseba Egibar por el PNV, Fernando Buesa por el PSE y Gregorio Ordóñez por el PP. Todos sabíamos que allí estaban las figuras mas influyentes entre las que debía jugarse en los próximos años el futuro del País Vasco y no sólo de Leizarán. Pero esa partida a tres bandas nunca llegó a darse en igualdad de condiciones, porque antes de que finalizara limpiamente dos de esas tres figuras políticas con futuro habían sido suprimidas en el más doloroso presente, Gregorio Ordóñez y Fernando Buesa. El tercer contendiente sigue todavía en el tablero, lo cual demuestra que lejos de ser una violencia “ciega” o “inútil”, como dicen los malinformados, el terrorismo etarra ha sabido elegir muy bien a sus víctimas cuando le convenía.
En efecto, Gregorio Ordóñez era un político del género que más podía temer el radicalismo abertzale y los asesinos que les respaldaban y en muchas ocasiones dirigían: era joven, de verbo vehemente y pasión contagiosa, claro en la exposición de su postura y carente de balbuceantes miramientos a la hora de proclamar lo que pensaba. No tenía miedo ni conexiones embarazosas con la pasada dictadura. Su extracción social era francamente popular y por tanto conectaba muy bien con amplios sectores de la población vasca que a priori no parecían llamados a compartir su opción política. En una palabra, era el prototipo del nuevo tipo de representante que había aparecido en España -en toda España, en cualquier lugar de España- como fruto de la aún reciente democracia. Su opción era la derecha, pero sin complejos ni resabios franquistas, tan lícita como cualquier otra. Y sin duda más lícita que otras, porque defendía la constitución y la unidad del país que garantiza la ciudadanía igual para todos.
Yo no conocí a Goyo personalmente, aunque había mantenido una polémica más bien irónica con él en las páginas del Diario Vasco a propósito de una semana de cine erótico organizada por el colectivo en el que colaboraba mi mujer. Tras su asesinato, tuve el triste honor de participar en el homenaje que se le tributó en Anoeta. Allí procuré explicar que quería estar en ese acto precisamente porque la mayoría de mis ideas políticas eran distintas a las de Ordóñez, salvo un punto esencial en el que coincidíamos: el derecho de todos a expresar las suyas libremente, sin amenazas ni cortapisas salvo el respeto a la ley compartida. Dije entonces que los adversarios -que no “enemigos”- políticos son los guardianes de nuestra cordura, aquellos que con su discrepancia marcan los límites que nos separan de la locura totalitaria, la cual consiste en pretender que todo el universo social no nos devuelva mas que el reflejo de nuestra propia y obligatoria ideología. Gregorio Ordóñez había sido edil de mi ayuntamiento, donde luchó de acuerdo con su leal saber y entender por lo mejor para mi ciudad y para mi país: mas allá de cualquier polémica, me sentía en deuda con él y quería mostrar mi condena contra nuestros comunes enemigos -éstos si merecían ese nombre- que lo asesinaron a traición y con la mayor vileza.
Gregorio Ordóñez Fenollar fue víctima de unos criminales que no actuaban al tuntún o llevados por un arrebato, sino sabiendo muy bien lo que hacían y a quién silenciaban para siempre: acallaban una voz necesaria y muy peligrosa para sus planes totalitarios por la simpatía social que despertaba. Depende de nosotros ahora que no se hayan salido con la suya, que sigamos haciendo oír alto y claro -como habló siempre el propio Gregorio- ese mensaje en defensa del pluralismo democrático y por tanto de la unidad de la ciudadanía española que nos permite libremente practicarlo.
Fernando Savater
Escritor y folósofo